lunes, octubre 16, 2017

Plata y plomo en Cerro de Pasco: la mina del polvo envenenado



Abrigo. Hoja de coca. Trago. los consejos se acumulan en la estación de autobuses. Cualquier recomendación es insuficiente para subir del nivel del mar a 4.338 metros. La presión contrae la cabeza. El frío anula los movimientos. La falta de oxígeno oprime los pulmones. Todo junto forma el soroche: un mal de altura bien conocido entre los peruanos. En Cerro de Pasco, en el centro del país andino, lo aluden a menudo. Sobre todo, al visitante. Algo que no suele suceder: pocos recaen aquí por gusto.

El amanecer sorprende en un pico montañoso donde el sol quema y el viento araña. Su núcleo urbano se despereza entre mototaxis, cafés filtrados en restaurantes lúgubres y algunos vendedores ambulantes forrados de alpaca. Como en una ciudad amurallada, las calles terminan en una verja cubierta de tierra y escombros. Al otro lado, un gigantesco agujero horadado por camiones que serpentean por imbricados caminos. El Tajo, lo llaman. Así, con mayúscula. Es la mina que ha hecho famoso este enclave de 70.000 almas. La más alta del mundo a cielo abierto y de dimensiones descomunales: dos kilómetros de largo por uno de ancho y 400 metros de profundidad. Su descubrimiento ha marcado la existencia del lugar. Y, como en cualquier historia inconclusa, aún no sabemos si para bien o para mal.

Hasta ahora, las empresas encargadas de hurgar en la zona vivieron con la comodidad del apoderado. En esta montaña, como en el Potosí boliviano, el destino tenía el color del oro, la plata y los otros minerales como el zinc o el cobre, que se extraían con solo rascar. La riqueza envolvió una tierra pobre y conjuró a su población a la dependencia del subsuelo. El desarrollo era tan goloso que incluso se planteó el traslado de todo el término municipal a 15 kilómetros de distancia para continuar mordisqueando la calzada. La moneda estaba en el aire.

Y sigue allí. Todo permanece en duda: incluso los 2,3 millones de soles (593.000 euros) que firmaron para comprar los edificios colindantes y construir otros nuevos. Mientras, una población envejecida y aquejada de los problemas que da la extracción de metales se enfrenta a un nuevo futuro: los niños crecen con tóxicos en la sangre y las compañías responsables rebañan los restos antes de dejar la región.

La laguna, que antes reflejaba las nubes, ahora luce verde, expele un hedor nauseabundo y está plagada de carteles que ahuyentan al visitante con grandes exclamaciones. Un dilema que está reformando el tejido social y cambiando alguna de las codiciosas mentalidades que ascendieron a este enclave.

Plata en el bolsillo o plomo en el organismo. Y no hablamos en lenguaje narco.

La historia viene de lejos. En 1630 se descubrieron sus entrañas. En el siglo XVIII y XIX se convirtió en una urbe humilde y cosmopolita. Una suerte de tesoro de Sierra Madre donde la Pasco Cooper Corporation, filial estadounidense, aterrizó en 1901. La alternancia posterior de grupos mineros y gobiernos poco preocupados por el medio ambiente esquilmó un 30% del territorio metropolitano. Gran parte de sus vecinos vendía su salud por unos salarios algo mayores que en el resto de Perú. Y ni a día de hoy es fácil convencerles de que les den la espalda a condición de un futuro mejor: libre de contaminación, basado en el largo plazo.

«Nos hemos acostumbrado a vivir así: unos van a la mina, otros a la escuela», comenta desde su despacho el teniente alcalde, Martín Solís Adrianzen. «Nadie se va a hacer cargo del cambio, a financiar una reestructuración. Pasco ha aprendido a manejarse en este mundo», suspira, imprimiendo una ley de 2008 en la que se declara la «necesidad» de «medidas» para «reducir el impacto medioambiental y proteger la salud, así como definir el proceso de reubicación». Cosa que, adivinen, no ha pasado.

Comprobamos sus profecías con Eva Blas. A sus 54 años, es una de las personas que se resisten a abandonar su espacio en este entramado. Con un puesto de chocolatinas, gaseosas y frutos secos en la puerta de El Tajo, la vendedora recuerda cuando desfilaban hasta 5.000 personas por delante del quiosco, que atiende desde hace 28 años. «Venían de cualquier sitio», sonríe. «Ahora no quedan ni 300. Y ésta es mi única fuente de ingresos. Me preocupa la contaminación, pero no tenemos muchas más cosas».

La hora del almuerzo se aproxima y es cierto: pocas cuadrillas con mono y casco apuran la sopa que se sirve en los alrededores de Paraxa, boca de entrada a ese agujero insondable. Juan Solís Argueta perteneció a ese tumulto del que hablaba la taciturna Blas. Se pasó de los 21 a los 27 años internándose en la mina 12 horas al día por 45 soles (12 euros). Ahora, con 30, se dedica a la agricultura. Papas, maíz, habas. Bajaba con otros 3.000 compañeros hasta que el trajín se frenó. Con las dudas de la mudanza de la localidad, capital de una provincia con 150.000 habitantes, se redujo la plantilla, se paralizaron las tareas más intrusivas y se optó por el relave, es decir, por aprovechar las últimas partículas de mineral que quedaban en la superficie. A lo que hoy se dedican los conductores de esos camiones sinuosos y los que sorben refrescos con los guantes puestos.



Eso no quiere decir que no siga esparciéndose por la atmósfera un polvo maldito. La faringitis y la rinofaringitis son la causa principal de mortalidad en los más ancianos, según el último informe del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) de Cerro de Pasco, de 2016. Y aunque la silicosis no sea de los mayores temores para los recién incorporados, que alaban la seguridad o las nuevas medidas para la protección física y medioambiental de su plantilla, sí lo es la cantidad de plomo que se almacena en la sangre.

Pasa del suelo a los pulmones. O a la comida. O a las manos. Y llega al organismo de los más vulnerables: entre gestantes y niños de hasta 12 años se cuentan 117 personas contaminadas, incluidos 40 casos graves, según una tabla de la Dirección Regional de Salud (Diresa).

«Puede penetrar de tres formas: por inhalación, por conductos orales o por la piel», explican Karina Valentín y Cindy Calzada, de 35 y 32 años, que se encargan de la prevención con sesiones educativas y de higiene. «Es lo único que se está haciendo. Ni siquiera hay una unidad especial para los tratamientos, y eso que llevamos meses reclamándola. Estamos en declaratoria de emergencia», lamentan después de varios años en el cargo.

Saben a lo que se refieren en el Centro de Salud Uliachin, donde varias madres aguardan los resultados de un análisis que les saque de dudas. Sus hijos acuden con somnolencia, cefaleas, complicaciones neurológicas, perturbaciones en el sistema nervioso central o falta de atención. Aquí les toman muestras y determinan el impacto. El tratamiento suele consistir en complejos vitamínicos. A veces en balde, pues el sueldo no les llega: sus habitantes apenas llegan al salario mínimo, 230 euros al mes.

Nos pasamos el día preocupados. El miedo siempre está latente. Algunos de sus compañeros tenían harto plomo», dice Verónica Aguedo, de cara agrietada y espalda curva a sus 34 años, mientras sujeta a tres niñas de 2, 8 y 10 en la calle del hospital. Una de ellas orina de repente, sin previo aviso, separando con sus torpes brazos las capas de ropa andrajosa. Muy cerca, el Colegio 6 de Diciembre celebra un día festivo después de varias jornadas de huelga docente. En toda la provincia, el número de alumnos en Primaria suma 37.177, es decir, unos 10.000 menos que hace 10 años. «El que puede se va, aunque nosotros no tenemos casos clínicos», adelanta César Torres, el director desde hace ocho años, mientras hace guardia en el patio, abierto para los críos de los que no se podían hacer cargo sus padres.

«La gente acá no crece», escupe. «La gente acá se marcha y desaparece». El problema, masculla, es que el gobierno se olvidó de Cerro de Pasco. «En las colonias se cogían minerales a menos de cinco metros. Y, claro, eso era muy tentador. Pero nadie se preocupó por el desarrollo sostenible», repite enfadado, rememorando cómo sufre cada vez que hay una campaña para testar a sus 520 alumnos. «Ellos tienen anemias o enfermedades contagiosas, pero los adultos contraen policitemia», apunta como afectado: la médula ósea se trastorna y produce una mayor cantidad de glóbulos rojos, pudiendo ocasionar ictus o embolias. «Aquí nadie debería trabajar más allá de los 50 años», protesta quien necesita salir de su lugar de residencia cada cierto tiempo a zonas de menor altitud. «Paso fines de semana o vacaciones en la playa para normalizar mi sangre».

¿Qué hacer? Un corro encabezado por Natalia, de 26 años, responde que desde hace meses filtran el agua, obligan a sus niños a lavarse las manos, les advierten de que no hay que tocar cosas. Los registros presentan una mortalidad infantil de 21 casos por cada 1.000 (en España no llega a cuatro). «Lo más peligroso es jugar con la tierra», arguye enfadada. «Nos iríamos ahora mismo. Porque cuando vives aquí al principio lo ves normal, pero luego te indignas: crees que se gana más por las minas, pero hay despidos y para la salud o el medio ambiente es trágico. Lo único que crece es la quinoa, una semilla muy fuerte».

De pocas palabras, los maridos escuchan y asienten. En una ronda rápida se observa cómo sus experiencias se repiten. Prácticamente, todos han pasado por la mina y ahora han mutado a chóferes, labriegos o pequeños comerciantes, nuevo retrato de la economía del lugar. Manosearon el subsuelo. Si no en El Tajo, en localidades cercanas como Colquijirca, donde aún extraen plata, plomo, zinc y cobre entre raíles exteriores y una compleja red de túneles. El acceso allí está prohibido y cada trabajador debe presentar su tarjeta antes de franquear la valla. La mayoría tiene estudios superiores. Desempeñan cargos técnicos. Pocos tocan directamente las 22 toneladas de mineral que se sacan al día.

«Usamos guantes, botas, protector auditivo y ocular, casco y respirador», relata José Paterno Bustamante, de 52 años, que ha pasado por varios agujeros y recuerda El Tajo como el lugar más duro. A pesar de que un arco de bienvenida les honre como Capital minera. O de que el parque principal adorne sus árboles con una figura de un trabajador de la mina y sus accesorios. Su memoria no le traiciona: a este pueblo le cayó una maldición. Igual que a los oficios relacionados con el sector, en plena reconversión.

Aún se desconoce si habrá traslado futuro. Si se formará otra malla industrial. Un dilema que una nonagenaria que vende periódicos no se atreve a resolver, si bien lo fulmina de una tacada: «Cerro de Pasco está muerto. Lo que no sé es por qué no lo estoy yo».

Javier Arcenillas

(*) Fuente: ElMundo

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